Cuando yo era chico mi papá tenía barba. Era una barba prolija y no muy larga pero en los ´70, en plena dictadura, todos iban afeitados y la barba se notaba de lejos. El viejo trabajaba en Buenos Aires y viajaba todos los días desde Campana, a veces en el Chevallier o el Paraná, casi siempre en auto.
En esa época el viaje se alargaba no solo por el estado calamitoso de la ruta 9 vieja, sino por los cortes y controles en la ruta que hacía la policía, el ejército o gendarmería. A mi viejo ya lo conocían, lo paraban todos los días. Un día un milico le dice: “Pasá pibe, hoy tampoco estás en la lista”.
El viejo siempre contaba como revisaban los autos, o que los bajaban a todos del colectivo, los hacían pararse apoyando las manos en el bondi, pedían documentos y los revisaban a todos. Era normal que se llevaran a alguien.
A los pocos días de la vuelta a la democracia un tipo llega a casa y toca timbre. Yo mirando por la ventana empiezo a los gritos:
-¡Mamá, vino un señor!
Era mi viejo que se había afeitado la barba y no lo reconocí. Mi mamá, también decepcionada, le pregunta:
-¿Por qué te la sacaste?
Y el dijo:
-En realidad a mí no me gusta mucho la barba, ¿así que para qué me la voy a dejar si ya se fueron los milicos?
Esa fue la pequeña gran resistencia de mi papá.
Publicado el 24 de marzo de 2025